El ajedrez de la filosofía, Francisco J. Fernández, Madrid, Editorial Plaza y
Valdés, 2010, 251 pp.
Conozco a Francisco J. Fernández desde mis tiempos de estudiante en la vieja
Facultad de Filosofía de Zorroaga (Universidad del País Vasco). Seguí durante un
tiempo su trayectoria intelectual y leí con agrado anteriores publicaciones
suyas, como El filósofo del océano (Irún, Editorial Iralka, 1998) o El
descrédito de los quilates (Irún, Editorial Iralka, 1999). Participé incluso en
algún número de la fenecida Revista Blítyri, publicando alguna reseña solicitada
por el Consejo de Redacción del que Fernández formaba parte. Tras ello, con el
comenzar del nuevo siglo, nada, a excepción de un artículo sobre Leibniz
"Organización sin jerarquías" en el que por cierto ya se mencionaba el ajedrez
(VV. AA., La actualidad de Leibniz, Universidad de Valencia, 2002, pp. 239-250),
lo cual debería haberme hecho sospechar acerca de por dónde debían ir los
derroteros especulativos de mi antiguo camarada.
En efecto, El ajedrez de la filosofía es el resultado de un largo silencio.
Para empezar diré que su estilo se ha vuelto menos ampuloso y complicado; ha
ganado en ligereza, cierto, aunque echo de menos aquellas frases imposibles a
las que tan dado era antaño. Para seguir, he de avisar de que, aunque el ajedrez
parece ser el elemento vertebrador del libro, no es esto a mi juicio lo más
interesante. Creo que es un libro en torno a la propia posibilidad de la
filosofía, aun si el ajedrez ha servido como excusa para ello. Conozco a los
ajedrecistas lo suficiente como para saber que sus intereses teóricos dejan
mucho que desear. Las especulaciones de Fernández les sonarán intempestivas, aun
cuando deberían reflexionar y mucho sobre algunas de las cuestiones suscitadas
(la dimensión argumentativa del ajedrez o el estatuto de sus reglas, pro
ejemplo, así como la consideración formalista del mismo). Puede que les suceda
lo mismo a los filósofos profesionales que carezcan de conocimientos
ajedrecísticos: el rigor del juego les exigirá un saber para el que
probablemente no tengan ganas. Creo que Fernández ha sido consciente de estos
inconvenientes y ha intentado sobrellevarlos mediante una fórmula literaria que
involucre componentes de su propia biografía. El libro es por tanto un relato,
un decurso vital. Sin embargo, ello no obedece después de todo a una estrategia
discursiva (aunque lo sea) como a un requisito de fidelidad. El origen hegeliano
de la expresión "decursus vitae" debería darnos una pista de aquello que se
pretende, es decir, mostrar en cada momento el desenvolvimiento concreto de la
especulación, mostrar en acto los pasos dados, las rectificaciones obligadas,
las falsas impresiones, los caminos desandados. En El filósofo del océano,
Fernández mantenía que Leibniz había sido el filósofo que más atento había
estado siempre a la dimensión de confusión de nuestros conocimientos (op. cit.,
p. 86). Creo que por ahí van los tiros. Se trata de no decir nada sin antes
declarar de dónde ha salido. Es una tarea ímproba y de más está decir que a lo
largo del libro se reconoce que es una suerte de recuerdo sobrevenido lo que
permite avanzar en el conocimiento: una apología de la anámnesis platónica, casi
podría decirse. Pero es como si Fernández experimentara terror ante las
construcciones sin andamios. Los antiguos geómetras solían borrar las líneas
auxiliares una vez habían llegado a la solución de los problemas. Fernández
trabaja sin goma de borrar. Saber es para él saber cómo se ha llegado a saber.
Nada más, pero tampoco nada menos.
José Patiño
https://www.youtube.com/watch?v=LJxhDYZIcWc
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