lunes, 11 de marzo de 2013

Querido Caín

Ignacio García-Valiño, Barcelona, Plaza-Janés, 2006, 446 pp.

Como resulta que me gusta el ajedrez, recibo a menudo amables invitaciones para que lea novelas que utilizan el juego como excusa narrativa. Esta es una de ellas, finalista del V Premio de Novela Ciudad de Torrevieja. Un psicólogo, profesor universitario, acude a la casa de una familia adinerada para tratar la psicopatía de un adolescente. El ajedrez se convierte en la vía de entrada a la más que inteligente mente del muchacho (cuando leí el libro de Reuben Fine sobre la psicología de los jugadores de ajedrez, creo recordar que mencionaba en la bibliografía algunos artículos americanos sobre esta misma cuestión: el propio Fine se entrevistó con un Fischer adolescente, de aquello nos quedó un maravilloso gambito Evans). La implicación emocional del psicólogo es demasiado acusada, dado que, casualidades de la vida, la madre del chico es un antiguo, pero todavía presente, amor de éste. Consecuencia: el psicólogo cae en las redes de la contratransferencia y no se da cuenta a tiempo de las tretas que el canalla del niño le tiende. La verdad es que si como psicólogo el protagonista (esperemos que no sea trasunto del autor, también psicólogo de profesión) resulta torpe, como Maestro FIDE, es sencillamente patético. Las frecuentes alusiones que se hacen al juego, a sus reglas, a su teoría, a su terminología, están a menudo equivocadas. Parece que alguien le ha echado una mano, pero la labor de documentación es paupérrima. Provoca sonrojo leer que abrir con Peón 4 Rey sea ya por sí solo una apertura española (p. 441). Pero para muestra, un botón:"Julio obtuvo piezas blancas y efectuó una apertura francesa. Nico le sorprendió con una apertura inesperada" (p. 425) ¿De qué estará hablando? En fin, la verosimilitud del relato sufre indeciblemente con estas soberbias ignorancias (el concepto de celada que se maneja en la novela también se las trae). Quizá un lector menos avisado pueda pasar por alto estas torpezas (debieron de pasarlas desde luego los miembros del Jurado literario), pero el caso es que el autor ha pretendido que el ajedrez funcione como catalizador de la narración: lo que desde aquí le decimos es que si un ajedrecista hubiera utilizado con tan poco rigor los conceptos de su juego nadie le habría dado un premio.

Francisco J. Fernández

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