Poco después de perder ante Fischer el llamado Match del Siglo (1972), Boris
Spasski efectuó una evaluación del juego de su rival que nunca he acabado de
comprender. En efecto, señala algunas de sus virtudes y a continuación su
principal deficiencia: "La principal es que juega al ajedrez de forma muy pura,
como un niño" (cit. por G. Kasparov en Mis geniales predecesores, vol. 4, trad.
de A. Gude, La Roda, Ediciones Merán, 2006, pág. 473). ¿Por qué la pureza de su
ajedrez habría de representar una deficiencia? ¿A qué se estaba refiriendo
Spasski? La explicación que da a continuación no parece aclararlo del todo:
"Ahora esto representa una fuerza, pero más tarde puede hacerle daño, sobre todo
en una lucha complicada, cuando se requieren otras cualidades, más refinamiento,
gran experiencia" (ibidem).
No sé si el camino correcto para entender este comentario es fijarnos en cómo
juegan los niños. Algunos de ellos adquieren en seguida un nivel ajedrecístico
altísimo (el propio Fischer, el mismo Spasski), así que tal vez debamos
detenernos más bien en niños normales, en niños que nunca serán grandes
maestros. La primera vez que senté a mi hijo delante de un tablero no tendría
dos años. Duró poco en esa situación. En cuanto pudo se sentó dentro del mismo.
Jugar al ajedrez significaba para él habitar físicamente el tablero; desde
luego, revelaba una buena comprensión posicional: hay que ocupar el centro. Hace
unos cuantos días se me ocurrió explicarle que los peones han de proteger a las
piezas. Su manera de jugar a partir de ese momento se convirtió en un rodear las
piezas de peones (quebrantando de paso las reglas que rigen el movimiento de
estos). Si se me ocurre comerle alguna, protesta inmediatamente aduciendo que
estaba protegida: respeto por el material, podría decirse. Cuando, no obstante,
consigo convencerle de que se trata de un simple cambio (una por otra) acepta a
regañadientes. Toda pérdida de material, aunque esté equilibrada por su propia
ganancia, es sufrida como una amputación (miedo a la castración, que diría un
psicoanalista, dado que por su edad, cuatro años, se encuentra en plena
resolución del complejo de Edipo). Por otro lado, nunca se atreve a capturar una
pieza si no lo hago yo antes; se limita a mover de aquí para allá en función de
ciertas simpatias, probablemente porque le es más fácil la identificación con
ellas: ama los caballos, los peones, las torres, y presta poca atención a la
dama o los alfiles, por ejemplo. Finalmente, cuando algo no le gusta (que su
hermana de cinco años, en un suponer, le coma un caballo) se corre el peligro de
que las diferentes piezas salgan volando: con el interior del brazo barre el
tablero de un lado a otro y todo ha acabado.
Es dudoso que Spasski se refiriera a estos comportamientos, aunque no ha
faltado quien tildara a Fischer de cierto infantilismo. Parece, más bien, que el
diagnóstico iba referido a la forma de jugar. Es sabido que Fischer admiraba el
estilo de los grandes jugadores soviéticos (Smyslov, Botvinnik, Bronstein,
Taimanov, Tal, Spasski): "Me gustaba su juego: agudo, atacante, intransigente"
(pág. 227 de la obra citada). También llama la atención la cita del Manual de
Lasker que antepuso a su libro Mis 60 mejores partidas:"En el tablero la mentira
y la hipocresía no sobreviven. La combinación creativa desenmascara la
presunción de la mentira: el acto despiadado que culmina en el mate contradice
al hipócrita". Cabría pensar que su ideal de juego debería tener las virtudes
contrarias a esos defectos: Veracidad y honestidad. Traducir esto al ajedrez no
es tan sencillo, sin embargo. Quizá Spasski pensara que ello era difícilmente
compatible con el refinamiento y la experiencia. ¿Cómo ser veraz y refinado,
cómo honesto y disponer de experiencia, es decir, de memoria de las vivencias
pasadas? Smyslov señaló en una ocasión que Fischer tenía escaso sentido
práctico: "aunque la meta deportiva estuviese asegurada, el juego de Fischer no
mostraba la menor tendencia pacífica" (pág. 497 de la obra citada). En cuanto a
su refinamiento es de destacar el menosprecio que siente por ciertas formas de
plantear el juego. En una carta a Larry Evans dice: "Estoy sobre todo ocupado en
estudiar viejos libros de aperturas y, lo creas o no, ¡estoy aprendiendo mucho!
Al menos no le dedican espacio a la Catalana, la Reti, el ataque indio de rey y
otras aperturas lamentables" (pág. 321 de la obra citada). Creo que Fischer
despreciaba con toda su alma a los jugadores sibilinos, a los que renegaban de
la auténtica lucha, del juego directo por un sentido equivocado de la prudencia,
que se desvían de las presuntas preparaciones, yéndose de paso de Málaga a
Malagón. Rafael Sánchez Ferlosio se inventó un epíteto para esta clase de gente
en general: tontiastutos. Creo que Bobby hubiera estado de acuerdo con él. Lo
que además consiguó fue demostrar los límites de la tontiastucia. Tras su
desaparición tardaremos bastante en encontrar a alguien que vuelva a ponerlos en
su lugar. Descanse en paz.
Francisco J. Fernández
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