Enrique Cobos Urbina, Zugzwang: ¿quién mueve? (Lo que el ajedrez aporta a la comunicación de crisis), Pamplona, Ediciones Eunate, 2012, 221 pp.
Enrique Cobos Urbina (Miranda de Ebro, 1982) ha escrito un libro que pretende ser útil. La intención es convencer a los directores de comunicación de las empresas de que el ajedrez puede proporcionarles una serie de herramientas susceptibles de ser empleadas en su profesión, atendiendo sobre todo a los momentos de conflicto. El libro cuenta hasta con cuatro prólogos o introducciones de autores distintos (desde un profesor de Sociología a un director de comunicación, hasta el director del departamento de Ética empresarial de la Universidad de Navarra, institución donde nuestro doctorando querrá seguir medrando, pasando por un GM de la talla de Topalov), justipreciando el trabajo de manera muy favorable.
Como es sabido, durante los tribunales de tesis sólo tienen derecho a interpelar al doctorando los doctores de la sala, debiéndose abstener el público en general. Aprovechando este antiguo privilegio, daremos algunos consejos a este muchacho para que no malbarate la tesis que está realizando, cometiendo los mismos errores que comete en este libro. Esperamos llegar a tiempo.
Así, avisarle en primer lugar de que el lenguaje empleado es muy descuidado, no sólo por la cantidad enorme de erratas, signos de acentuación, faltas de ortografía (cosas de las que es corresponsable la editorial, que se ha limitado a pasar el corrector informático), sino porque es totalmente inaceptable encontrarse con una frase como ésta: “Hubieron grandes predecesores” (p. 214). Le perdonaremos que diga coeficiente intelectual (p. 173) en vez de cociente intelectual, pues hasta la RAE ha debido inclinarse ante ese tan necio como generalizado uso de la expresión. Pronto hará lo mismo con “a grosso modo” y parecidas.
En fin, se experimenta por doquier una molesta sensación de confusión conceptual, como si al bueno de Quique se le amontonaran las palabras y no supiera qué hacer con ellas. Sólo así se explica que leamos cosas como: “soliviantar la crisis” (p. 102) en vez de probablemente “solventar”, o “fabricando coches al por mayor” (p. 127) cuando parece que hay que decir más bien “vendiendo”, por no decir nada acerca de esta otra: “conflictos que van asociados a una ventaja, positiva, negativa o igual” (p. 216). ¿Qué será una ventaja igual?
Esto por lo que hace a los defectos más exteriores a la cosa misma (por cierto, La inmortal no se jugó en el Torneo de Londres de 1851, sino coincidiendo con el mismo, precisión que hacemos porque en el texto se deja entender lo primero). Por lo que hace al aspecto más teórico y conceptual, la cosa por desgracia no tiene ni pies ni cabeza, pero no tanto porque las comparaciones que se emplean no puedan tener algún sentido, sino porque es absolutamente incontrolable el manejo que hace de los conceptos ajedrecísticos a la hora de aplicarlos a tal o cual situación. Es una especie de defecto por exceso, si se nos permite la expresión. Por terminar con ello. En la página 204 se defiende que son propiedades de la dama el “equilibrio, prudencia, soberanía y perspectiva”, cosas de las que carecería el rey. No estaría de más recordar que el ajedrez moderno se llamaba antiguamente “de la dama rabiosa”, debido a los nuevos poderes que se concedió a esta pieza en el Renacimiento. ¿Cómo compatibilizar estas cosas? Probablemente atendiendo al tufillo opusino que desprende el libro: “El equilibrio que la dama otorga al rey hace que se complemente a la perfección con su superior inmediato” (p. 205). De acuerdo, se lo diré a mi dama en mis partidas, que haga caso de su superior inmediato. O, mejor, se lo diré a mi mujer. Llamaré a Quique cuando me pegue una patada en el culo.
Francisco J. Fernández
Enrique Cobos Urbina (Miranda de Ebro, 1982) ha escrito un libro que pretende ser útil. La intención es convencer a los directores de comunicación de las empresas de que el ajedrez puede proporcionarles una serie de herramientas susceptibles de ser empleadas en su profesión, atendiendo sobre todo a los momentos de conflicto. El libro cuenta hasta con cuatro prólogos o introducciones de autores distintos (desde un profesor de Sociología a un director de comunicación, hasta el director del departamento de Ética empresarial de la Universidad de Navarra, institución donde nuestro doctorando querrá seguir medrando, pasando por un GM de la talla de Topalov), justipreciando el trabajo de manera muy favorable.
Como es sabido, durante los tribunales de tesis sólo tienen derecho a interpelar al doctorando los doctores de la sala, debiéndose abstener el público en general. Aprovechando este antiguo privilegio, daremos algunos consejos a este muchacho para que no malbarate la tesis que está realizando, cometiendo los mismos errores que comete en este libro. Esperamos llegar a tiempo.
Así, avisarle en primer lugar de que el lenguaje empleado es muy descuidado, no sólo por la cantidad enorme de erratas, signos de acentuación, faltas de ortografía (cosas de las que es corresponsable la editorial, que se ha limitado a pasar el corrector informático), sino porque es totalmente inaceptable encontrarse con una frase como ésta: “Hubieron grandes predecesores” (p. 214). Le perdonaremos que diga coeficiente intelectual (p. 173) en vez de cociente intelectual, pues hasta la RAE ha debido inclinarse ante ese tan necio como generalizado uso de la expresión. Pronto hará lo mismo con “a grosso modo” y parecidas.
En fin, se experimenta por doquier una molesta sensación de confusión conceptual, como si al bueno de Quique se le amontonaran las palabras y no supiera qué hacer con ellas. Sólo así se explica que leamos cosas como: “soliviantar la crisis” (p. 102) en vez de probablemente “solventar”, o “fabricando coches al por mayor” (p. 127) cuando parece que hay que decir más bien “vendiendo”, por no decir nada acerca de esta otra: “conflictos que van asociados a una ventaja, positiva, negativa o igual” (p. 216). ¿Qué será una ventaja igual?
Esto por lo que hace a los defectos más exteriores a la cosa misma (por cierto, La inmortal no se jugó en el Torneo de Londres de 1851, sino coincidiendo con el mismo, precisión que hacemos porque en el texto se deja entender lo primero). Por lo que hace al aspecto más teórico y conceptual, la cosa por desgracia no tiene ni pies ni cabeza, pero no tanto porque las comparaciones que se emplean no puedan tener algún sentido, sino porque es absolutamente incontrolable el manejo que hace de los conceptos ajedrecísticos a la hora de aplicarlos a tal o cual situación. Es una especie de defecto por exceso, si se nos permite la expresión. Por terminar con ello. En la página 204 se defiende que son propiedades de la dama el “equilibrio, prudencia, soberanía y perspectiva”, cosas de las que carecería el rey. No estaría de más recordar que el ajedrez moderno se llamaba antiguamente “de la dama rabiosa”, debido a los nuevos poderes que se concedió a esta pieza en el Renacimiento. ¿Cómo compatibilizar estas cosas? Probablemente atendiendo al tufillo opusino que desprende el libro: “El equilibrio que la dama otorga al rey hace que se complemente a la perfección con su superior inmediato” (p. 205). De acuerdo, se lo diré a mi dama en mis partidas, que haga caso de su superior inmediato. O, mejor, se lo diré a mi mujer. Llamaré a Quique cuando me pegue una patada en el culo.
Francisco J. Fernández
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