1. INTRODUCCION
Aprender a jugar al ajedrez es como aprender a hablar. Algunos Grandes
Maestros lo hicieron prácticamente al mismo tiempo. Con apenas si poco más de
cuatro años escasos eran ya capaces de mover los trebejos con soltura
sorprendente, así Capablanca, por no mencionar a otros.
La relación entre lenguaje y ajedrez ha sido sin embargo habitualmente
descuidada. Ello es tanto más extraño cuanto que Ferdinand de Saussure, a
principios del siglo XX, en su Curso de Lingüística General, libro fundador de
la Lingüística como disciplina científica, mencionó tal relación(1) haciendo ver
de consuno que no hay mejor ilustración del funcionamiento de la Lengua en
general que nuestro juego: de ahí que nunca sea demasiado pronto para el
aprendizaje del ajedrez. No debemos asustarnos de que un niño sea capaz de
darnos jaque mate como no hay que asustarse de que este mismo niño nos
interrogue acerca de la sombra que proyecta su cuerpo. Todo obedece a una misma
facultad que empieza a revelarse: la de su inteligencia, don preciado que la
Educación se encarga en demasiadas ocasiones, si no todas, de malbaratar, a
veces incluso irremediablemente.
Los secretos del ajedrez son tantos y se encuentran tan enredados que apenas
si hemos aprendido a saber cuáles son las estrategias óptimas que gobiernan un
buen desenvolvimiento de la partida. Saberlo, de antemano, parece tarea
imposible, dada la magnitud de los cálculos que se presuponen necesarios para
hablar con certeza de este particular (se suele decir que hay más jugadas de
ajedrez que átomos en el universo). En otras palabras, que es más fácil saber
por qué jugamos mal que por qué jugamos bien. Pero es que es ahí precisamente
donde se encuentra la gracia del asunto: en que es preciso averiguárselas a
partir de escasos elementos de juicio, como en la vida, cabría añadir, pues o se
cae en un rigorismo excesivo o se acaba por admitir que nuestros principios
prácticos han de incluir sus propias excepciones. Y, en efecto, algo de esto es
lo que subyace a la afirmación de Bobby Fischer (campeón del mundo en 1972, tras
derrotar a Boris Spassky): “El ajedrez es la vida”. Entendámonos: no mi vida
(“My life is Chess”, que decía Viktor Korchnoi en un libro que he visto en
alguna bibliografía), no como la vida, sino la vida, la vida misma. No hay forma
de decirlo con más radicalidad, no hay metáfora más comprometida. De ahí que
George Steiner interprete la derrota de Spasski haciendo ver que ello “podría
reflejar en última instancia un cierto desapasionamiento ante el juego en sí, o
la comprensión, tal vez subconsciente, de que el ajedrez no es, no puede ser,
como proclama Fischer todo” (2). Aquello a lo que se refería éste puede que
quepa ser entendido si sustituimos a continuación ajedrez por lenguaje: el
lenguaje es la vida. Sin lenguaje viviríamos como viven las plantas, hombres
disminuidos, capitidisminuidos o escamochados. Jugar al ajedrez no es más que
eso, jugar, pero quizá no haya otra cosa mejor que hacer, esto es, quizá no haya
nada mejor que hablar… o escribir, si se nos permite el atrevimiento. En todo
caso, intentaré justificar esto último en lo que sigue.
2. LA ESCRITURA DEL AJEDREZ
Y es que si la relación ajedrez-lenguaje ha sido, a pesar de algunos
esfuerzos teóricos(3), más o menos obviada o desatendida(4), la que se produce
entre el ajedrez y la escritura ha tenido bastante más fortuna y tiene en
principio, a lo que parece, dos formas de darse.
2.1. La escritura como código
La primera de ellas hace referencia a los diversos procedimientos que se han
ido inventando para registrar y, por tanto, poder recuperar el desarrollo
preciso de las partidas de ajedrez. Un par de ejemplos servirá de muestra a la
hora de ilustrar el proceso histórico seguido. Ruy López de Segura, en su Libro
de la invención liberal y arte del juego del ajedrez (Alcalá de Henares, 1561),
decía así, al presentar el análisis de una de sus aperturas: “Lleuando el Blanco
la mano jugará el peón del rey quanto va. Si el negro jugare el peón del rey
quanto va, el blanco jugará el peón del arfil de la dama una casa. Si el negro
jugare el caballo del rey ala tercera del arfil por tomar el peón”(5). Un par de
siglos más tarde, las dificultades de anotación y la mayor parte de las
ambigüedades se habían solucionado, pero todavía persistían ciertos problemas
que debían, mal que bien, sobrellevarse, como se comprueba en la traducción
castellana a cargo de D. C. de Algarra, del Análisis del juego del ajedrez de A.
D. Philidor (1726-1795), donde se puede leer: “Para distinguir ambos juegos en
las notas y evitar repeticiones fastidiosas, hablaremos al Blanco en segunda
persona y en tercera al Negro, según el uso adoptado en muchas obras de ajedrez;
así al Blanco se le dirá: jugad el rey; y al Negro: juegue el rey”(6). El caso
es que en los siglos XIX y XX convivieron los sistemas de anotación descriptivo
(1. P4R-P4R, 2. P3AD-C3AR)(7) y algebraico (1. e4-e5, 2. c3-Cf6), siendo éste
último el que ha conseguido imponerse finalmente, al ser elegido por la
Federación Internacional de Ajedrez en sus competiciones y publicaciones. En el
tomo A de la Enciclopedia de aperturas de ajedrez (Belgrado, 2001, cuarta
edición), por ejemplo, se ve claramente tal dominio del sistema algebraico
(abreviado, por más señas), aunque hay que adjuntar que, al mismo tiempo, se han
venido añadiendo una serie de símbolos (‘+’, ‘X’, ‘?!’, ‘N’, ‘#’, ‘O’(8), entre
muchos otros), para nada evidentes, que hacen la lectura de la obra tan
dificultosa como podía serlo la de Ruy López en los tiempos de Felipe II. En
fin, que no cabe más remedio que adiestrarse uno lo suficiente hasta conseguir
cierta competencia semiótica sobre estos particulares (por cierto, no estaría
nada mal que se analizara el orden de las frases ajedrecísticas en esta
internacionalizada Enciclopedia yugoeslava para comprobar si es orden que
depende de una lengua en particular –el chino, el francés, el ruso, el árabe, el
serbocroata, y así hasta diez, como se puede ver en la portada; cuestión que, de
confirmarse, volvería algo patéticos estos intentos por crear una característica
ajedrecística universal).
Dentro de esta peculiar literatura, ya utilicen éste o aquel sistema de
anotación, hay obras verdaderamente notables desde un punto de vista
estrictamente literario. Baste con mencionar, de entre los publicados en
castellano, el libro de Ricardo Reti, Los grandes maestros del tablero o el no
menos interesante de David Bronstein, sobre el torneo de candidatos de 1953, en
Zürich (9). Ambos son verdaderas maravillas expresivas, con auténticos hallazgos
poéticos y rigor expositivo. No puedo dejar de citar un momento particularmente
interesante para el tema que aquí nos ocupa, perteneciente al libro de Reti:
“Rubinstein aprendió el ajedrez cuando tenía dieciocho años y nunca dominó
totalmente las dificultades del medio juego, de tal manera que una y otra vez ha
cometido sorprendentes descuidos, algunas veces en sus partidas mejor
concebidas. Es como un orador que hablara una lengua extraña, aprendida de
mayor, de tal manera que, a pesar de sus profundas ideas, no siempre encuentra
la palabra más adecuada. Por el contrario, Capablanca, cuando juega al ajedrez
habla su lengua nativa y concibe sus pensamientos en términos exactos.”(10)
Junto a estos dos, podríamos quizá añadir el Manual de ajedrez de Emmanuel
Lasker(11) o Mi sistema de Aaron Nimzowitch(12), texto literalmente asombroso
por su creatividad conceptual (‘profilaxis’, ‘sobreprotección’, etc.), pero al
mismo tiempo difícil de catalogar, dada su originalidad, pues para ser un manual
es demasiado complicado y para ser un tratado, demasiado subjetivo. Obsérvese,
por otra parte, que los libros recién mencionados tienen un interés
ajedrecístico indudable y han educado a generaciones enteras tanto de
aficionados como de profesionales (las interpretaciones de Reti acerca de los
diferentes estilos de los jugadores que estudia en su obra sólo ahora empiezan a
ser parcialmente relativizadas; Tigran Petrosian, campeón del mundo entre 1963 y
1969 fue un seguidor radical del libro de Nimzowitch; y hasta el propio Bobby
Fischer incluyó como preámbulo a su libro Mis 60 mejores partidas(13) una
intrigante cita del sobredicho Manual de Lasker), es decir, que no son textos
que persiguieran en primera instancia la belleza literaria. Pues no, resulta que
ocurrió algo mucho más interesante: que se la encontraron por el camino, como
esplendor de la verdad, que decían antaño los filósofos escolásticos. Y es que
los supuestos valores literarios observados en las obras anteriores son valores
conseguidos pero no perseguidos: logros no intencionados, en otras palabras. En
definitiva, que se emanciparon de su mera función codificadora, de tal forma
que, valga la paradoja, la literatura empezó a arraigar en cuanto se olvidó de
que era primordialmente littera, pura letra. Alexander Kotov menciona cuatro
tipos de comentarios ajedrecísticos y sus principales valedores; así:
descriptivos (Ragozin), analíticos (Chigorin, Fischer), posicionales (Steinitz,
Tarrasch, Lasker, Capablanca) y sintéticos (Alekhine, Botvinnik, Karpov,
Bronstein)(14). En este sentido, no será para nada extraño que todo un Raymond
Roussel tenga un texto que consiste solamente en exponer una nueva forma de dar
jaque mate con el alfil y el caballo, texto que ha quedado como una isla perdida
dentro de la obra de Roussel, pero que, a mi juicio, hay que interpretar desde
esta precisa perspectiva, es decir, como exacerbación irónica de una literatura
demasiado emancipada de la letra(15), es decir, demasiado pendiente de una
intención moral que justificaría la obra desde fuera de ella misma.
2.2. La escritura como discurso
La segunda de las maneras de relacionar la escritura con el ajedrez pasa,
claro está, por entender tal escritura como discurso, no como lengua (como
estructura, a fortiori), como mencionábamos en la introducción, o incluso
código, que es a fin de cuentas lo que sucedía con el primer modo de relación.
Ahora bien, ¿qué conseguimos mediante esta caracterización? Parece, de primeras,
que lo que se logra es liberar a la escritura de un papel francamente
subordinado o auxiliar. De hecho, a efectos prácticos o pedagógicos es una
interpretación que no está mal, que puede ser hasta útil. Sin embargo, las cosas
no están nunca tan bien dispuestas como uno desearía. En efecto, el problema es
más complejo. Veamos por qué.
Resulta que en el Renacimiento se hicieron más o menos populares los recursos
ajedrecísticos empleados literariamente. Yuri Averbach comenta el caso del poeta
Ivan Kochanowski, el cual imitó el poema “Ajedrez” de Marcos Jerónimo Vida,
donde Apolo y Mercurio juegan una partida. Allí donde Kochanowski se separa del
italiano Vida es, de manera precisa, al final, pues sencillamente lo toma
prestado de una colección medieval de problemas de ajedrez titulada El buen
compañero, las cuales, a su vez, no eran sino refundiciones de leyendas árabes o
persas, en este caso, haciendo referencia al llamado problema de la doncella o
mate de “dil-aram”, que es el que atrajo la atención de Kochanowski(16). Si la
historia es interesante para nuestro propósito es porque se ve con cierta
claridad que en la obra literaria se da una mixtura narrativa con la partida de
ajedrez. En otras palabras, que el desenvolvimiento de la partida es también el
de los personajes, y que las vicisitudes por las que pasan las piezas son,
mutatis mutandis, las que afectan a los protagonistas, como si las invistiéramos
de afectos.. En fin, esta estrecha imbricación, una suerte de coimplicación
desde el punto de vista lógico, ha sido explotada luego con cierta frecuencia en
tiempos más cercanos. El ejemplo más conocido es el de Lewis Carroll y su Alicia
a través del espejo(17), donde las aventuras de la niña se dejan leer
ajedrecísticamente, pues hay una más o menos perfecta correspondencia de
lugares-casillas y personajes-piezas (como se recordará, Alicia es el peón
blanco). Y lo mismo puede decirse de una obra de mucha menos calidad como La
tabla de Flandes de Arturo Pérez Reverte(18), donde una pintura flamenca
representando una escena que incluye una posición de ajedrez parece determinar
el curso de los acontecimientos. Incluso Vladimir Nabokov, como ha observado
Colas Duflo,(19) coquetea con estos procedimientos narrativos en su obra La
defensa, como reconoce en el prólogo a la edición inglesa:
“Toda la secuencia de movimientos en estos tres capítulos fundamentales nos
recuerda –o debería recordarnos- ciertos problemas de ajedrez cuya solución no
consiste en hacer jaque mate en determinado número de jugadas, sino en el
denominado ‘análisis retrospectivo’, en el cual se requiere que el jugador
demuestre mediante un estudio desde el principio de la posición esquemática que
las negras no podían haber enrocado en su última jugada o que debían haber
tomado al paso un peón blanco” (20).
Como se comprueba por estos ejemplos, la arquitectónica de muchas obras
literarias lleva aparejada una estrecha relación con el ajedrez, ya sea, como
hemos visto, porque hay una isomorfía entre el universo de la obra y la forma y
disposición del tablero (si no recuerdo mal, Ricardo Calvo ha dudado de que se
jugara realmente la partida entre F. De Castellví y N. Vinyoles (Barcelona,
1476), presente en el poema Scachs d ‘Amor, y lo ha dudado precisamente a partir
de consideraciones literarias, pues las presuntas malas jugadas de la partida,
que hicieron a algunos apresurarse en determinar como pésimo el nivel
ajedrecístico de la época, no serían sino obligaciones narrativas), ya sea, como
en el caso de La torre herida por el rayo, de Fernando Arrabal(21), porque una
partida de ajedrez ayuda a hacer avanzar la trama (en este caso, valedera para
el campeonato del mundo, pero en otro caso bien podría ser para salvar judíos de
un campo de exterminio, como en la mediocre La variante Lüneburg, de Paolo
Maurensig(22), o para vencer a la muerte, como en la famosa película El séptimo
sello, de Bergman, o para ganar al diablo disfrazado de peregrino, como cuenta
la leyenda de Paolo Boi (jugador de finales del siglo XVI), el cual en el
momento en que iba a sufrir el jaque mate definitivo hizo ver al diablo, con la
ayuda de Dios, que las piezas formarían entonces una cruz salvadora, ante lo
cual al diablo no le cupo sino retroceder). Probablemente sean estos casos los
que aprovechan mejor el recurso del ajedrez, tal vez porque se deciden por no
explotar los tópicos del juego (desequilibrios psicológicos de los jugadores,
básicamente(23)), cosa que no puede decirse que no se haga hasta en las mejores
de las obras que incurren en esta recurrente explotación, como Una partida de
ajedrez, de Stefan Zweig(24), o La novela de Don Saldaño, jugador de ajedrez, de
don Miguel de Unamuno(25), al que, por cierto, le interesaba tanto el asunto que
le dedicó un pequeño ensayo titulado “Sobre el ajedrez”(26), donde no deja en
muy buen lugar a aquellos que conceden demasiadas virtudes intelectuales al
juego que nos ocupa, un poco en la misma línea que otro ensayista español, en
este caso Benito Jerónimo Feijoo, había ya expuesto en la Carta XI de sus Cartas
eruditas y curiosas(27).
Y es que aquellas novelas u obras literarias que toman el ajedrez como simple
excusa (histórica, por ejemplo(28)) son, francamente, tan numerosas como
prescindibles(29), como si los eventuales méritos de estas obras sufrieran la
venganza terrible del juego, incapaz de compartir su prestigio sublime más allá
de la forma estipulada y, por tanto, capaz de provocar que tales obras parezcan
engoladas y pedantes, como adornadas con flores de cementerio. Quizá por eso
Edgar Allan Poe adoptó un tono ensayístico en “El jugador de ajedrez de
Maelzel”, y lo mismo podría decirse del comienzo de “Los crímenes de la calle
Morgue”(30), y tal vez por eso sea suficiente, como hace Raymond Chandler en La
ventana alta, dar una pequeña pincelada, cuya brevedad garantice su
elegancia:
“Me fui a casa, me puse la ropa vieja de andar por casa, saqué el ajedrez, me
preparé una copa y repasé otra partida de Capablanca. Tenía cincuenta y nueve
movimientos. Ajedrez bello, frío, sin escrúpulos, casi siniestro de puro callado
e implacable”(31).
De hecho, este reproche podría ser dirigido también a algunas de las obras
que hemos mencionado arriba, lo que demuestra que el ajedrez exige un muy
delicado tratamiento. ¿Cuál es la razón? Tal vez pueda venir en nuestra ayuda un
comentario de Lasker: “El espectador goza no de una partida de ajedrez, sino de
una historia, de un drama; que sea un tablero de ajedrez el escenario y las
piezas de ajedrez sus actores no tiene importancia”(32), declaración que es como
el reverso de nuestra interpretación, pero que viene a confirmar la idea aquí
empleada de que no es ilegítimo tomar la escritura del ajedrez como discurso.
Efectivamente, tal vez no sea ilegítimo, pero resultará que el ajedrez no
tolerará duplicidades gratuitas. La emoción estética, pues de eso se trata a fin
de cuentas, habrá de venir dada por la emoción que la partida provoque; las que
tengan un origen distinto serán consideradas como forajidas, como intrusos
indeseables y el precio que habrá que pagar irá desde el aburrimiento a la
trivialidad. Por algo de todo esto, David Barbero se decide a incluir, como
anexo (!), una serie de jugadas pertenecientes al enfrentamiento entre
Capablanca y Alekhine de 1927, como reconociendo que su obra Gambito de
dama(33), que versa sobre este acontecimiento, palidece ante los dramas sufridos
por los dos ajedrecistas en los 32 gambitos de dama (¡34 partidas se jugaron en
total!) que se dieron en el mencionado Campeonato. Puede que esta interpretación
sea excesiva, pero en todo caso, quizá merezca la pena que se piense algo en
ella.Y, sin embargo, algo falla en todo esto, en esta forma de explicar las
cosas. Resulta que, según Saussure, no importa en qué momento comencemos a ver
la partida. La disposición de las piezas nos permite una perfecta inteligencia
de lo que ocurre en el tablero. Hayamos llegado tarde o temprano, aquel que
lleva observando la partida desde el comienzo no tiene más ventajas que los
recién llegados. Sincronía y diacronía. Estructura y discurso. Ahora bien, el
ajedrez es también lucha de caracteres, como se encargó de demostrar Lasker
teórica(34) y prácticamente. Y en esa lucha interviene muy decisivamente la
memoria del encuentro, es decir, que los acontecimientos anteriores interfieren
sobre las decisiones subsiguientes de los jugadores más allá de consideraciones
puramente ajedrecísticas (sólo las computadoras están libres de este
inconveniente). Este es, a mi juicio, el verdadero problema, la auténtica
contradicción, que todavía no ha sabido encontrar, por lo que yo sé, su reflejo
literario.
(1) “Una partida de ajedrez es como la realización artificial de lo que la
lengua nos presenta en forma natural.” (Curso de Lingüística general, trad. de
A. Alonso, Madrid, Alianza Edt., 1987, p. 114). John Wattson, en Los secretos de
la estrategia moderna en ajedrez (Londres, Gambit Publications, trad. de A.
Gude, 2002) relativiza esta importancia, pero no la llega a excluir: “cualquiera
que haya analizado extensamente con jugadores fuertes, sabe que predominan las
posibilidades concretas del análisis, en tanto esos factores posicionales están
simplemente imbuidos en el juego mismo, como las reglas de la gramática lo están
en el lenguaje hablado. Nuestra comprensión posicional no aumenta verbalmente,
mientras perfeccionamos el criterio propio. Cuando avanzamos más allá, la
comparación con el lenguaje se vuelve menos precisa, pero aún útil: por ejemplo,
las reglas gramaticales casi siempre se aplican, en tanto las de ajedrez pueden
realmente ser erróneas, o tan poco confiables que no pueden ser consideradas.”
(p. 294)
(2) Campos de fuerza (Madrid, Edt. La fábrica, trad. de M. Martínez-Lage, p.
41), rescate que es de un antiguo libro de George Steiner sobre el Match de 1972
en Reikiavijk, al que fue enviado como corresponsal por el periódico The New
Yorker.
(3) Así, Ludwig Wittgenstein: “La pregunta ‘¿qué es una realmente una
palabra?’ es análoga a ‘¿qué es una pieza de ajedrez?’” (Investigaciones
filosóficas, parágrafo 108)
(4) “Mais les precieuses indications de Saussure sur le rapport langue-échecs
ne semblent pas avoir été exploitées comme il se devait, ou plutôt comme il se
pouvait” (Jacques Dextreit & Norbert Engel, Jeu d´échecs et sciences
humaines, Paris, Payot, 1981, p. 203). Ello es tanto más extraño cuanto que los
propios ajedrecistas no han dudado en establecer esta misma relación, así
Kasparov, por ejemplo: “Todos los ajedrecistas estudian las partidas antiguas
como si adquirieran las palabras de un idioma extranjero. Pero si se tiene un
determinado vocabulario, se debe aprender a aprovechar la fuerza creativa que
contiene, y también a utilizarla.” (citado por Mark Dvoretsky & Artur
Yusupov en Entrenamiento de élite (1), Madrid, Ediciones Eseuve, trad. de M.
Suárez Sedeño, 1992, p. 175).
(5) Citado por Julio Ganzo en Los campeones del mundo (Madrid, Ricardo
Aguilera, 1971, p. 10).
(6) Edición facsimilar de la de París, 1870.
(7) Agustín García Calvo (Hablando de lo que habla, “Sugerencias del lenguaje
escrito de reseña de partidas de ajedrez para ciertas cuestiones emprácticas y
sintácticas”, Lucina, Madrid, 1990, pp. 186-191) tiene un muy sugestivo artículo
donde analiza las características lingüísticas del método descriptivo de reseñas
de partidas de ajedrez, allí se habla desde la indiferencia en la modalidad de
frase hasta el papel desempeñado por las diferentes clases de signos que
intervienen en la descripción de la partida.
(8) Respectivamente: ‘jaque’, ‘punto débil’, ‘jugada de dudoso valor’,
‘novedad’, ‘jaque mate’, ‘ventaja de espacio’.
(9) El ajedrez de torneo, Edt. Fundamentos, Madrid, trad. de A. Gude,
1984.
(10) Ricardo Reti, Los grandes maestros del tablero, edt. Fundamentos,
Madrid, 1997, trad. de J. Ganzo, p. 161.
(11) Edt. Jaque XXI, Madrid, trad. de D. K. Haines & F. Pérez Ramos,
1997.
(12) Edt. Fundamentos, Madrid, trad. de J. Ganzo, 1997.
(13) Edt. Fundamentos, Madrid.
(14) Alexander Kotov, Entrene como un gran maestro, Edt., Fundamentos,
Madrid, F. Amillátegui, 1985, pp.101-107.
(15) Incluido en Comment j’ai écrit certains de mes livres, U.G.E., Paris,
1963, pp. 131-152.
(16) Yuri Averbach, Lecturas de ajedrez, Barcelona, Ed. Martínez Roca, trad.
de A. Puig, 1984, pp. 7-16.
(17) Barcelona, Plaza & Janés, trad. de L. Maristany, 1986.
(18) Madrid, Alfaguara, 1990.
(19) Colas Duflo, Jouer et philosopher, Paris, P.U.F., 1997, 196 y ss.
(20) Barcelona, Anagrama, trad. de S. Pitol, 1999, p. 12. Como es sabido,
Nabokov dedicaba buena parte de su tiempo a componer estudios y problemas
ajedrecísticos, algunos de ellos han sido editados por el escritor Javier Marías
en la editorial Alfaguara. Por cierto, Raymond Smullyan ha recurrido también al
análisis retrospectivo, aunque de manera más transparente, en su libro Juegos y
problemas de ajedrez para Sherlock Holmes (Barcelona, Gedisa, trad. de E. B.
Casals, 1986)
(21) Barcelona, Círculo de Lectores, 1983.
(22) Barcelona, Tusquets, trad. de C. Romero, 1995.
(23) Estos peligros del ajedrez fueron ya notados en La anatomía de la
melancolía de Robert Burton (1621), Madrid, Asociación Española de
Neuropsiquiatría, trad. de R. Alvarez, 1998, vol. II, p. 88.
(24) Madrid, Espasa –Calpe, trad. de A. Cahn, 1973.
(25) Incluida en el volumen San Manuel Bueno, mártir y tres historias más,
Madrid, Edaf, ed. de M. Maceiras, 1997.
(26) Recogido en Contra esto y aquello, Madrid, Espasa-Calpe, 1980, pp.
114-122.
(27) Véase la dirección: http://www.filosofia.org/bjf/bjfc311.htm
(28) El ocho, de Catherine Neville, auténtico best-seller o el menos conocido
El jugador de ajedrez, de Waldemar Lysiak, Madrid, Alianza, 1996.
(29) En los últimos números de la Revista Peón de Rey, marzo 2004, el
escritor J. Mercadé ha hecho un repaso por este universo literario. Cabe
destacar, entre otras, la novela de Javier García Sánchez, Dios se ha ido,
Planeta, Barcelona, 2003. Por cierto, no menciona el libro de Fernando Aramburu,
Los ojos vacíos, Barcelona, Tusquets, 2000, que contiene un capitulito dedicado
al ajedrez.
(30) Edgar Allan Poe, Narraciones extraordinarias, Barcelona, Los Libros de
Plon, trad. de J. Piñeiro, 1981, 2 vols.
(31) Madrid, Alianza, trad. de J. M. Ibeas, 2002, p. 238.
(32) Lasker, op. cit., p. 276.
(33) Gambito de dama, Hondarribia, edt. HIRU, 1999.
(34) Cfr. la reciente edición castellana de su librito Lucha, trad. de R.
Calvo, Albacete, Ed. Merán, 2003.
Artículo publicado en ALFA, Revista de la Asociación Andaluza de Filosofía,
en el año 2005.
Francisco J. Fernández