Petite philosophie du joueur d´échecs, René Alladaye, Cahors, Éditions Milan,
2005, 235 pp.
Paul Morphy lo declaró hace tiempo: el ajedrez es un juego eminentemente
filosófico. Lo que eso quiera decir exactamente no es fácil de averiguar, pero
para poder ir empezando a entenderlo quizá no esté mal introducirse en esta
Pequeña filosofia del jugador de ajedrez que René Alladaye publicó hace un par
de años (a la espera estoy de hacerme con un par de libros en inglés que algunos
amigos me han hecho notar que relacionan también ajedrez y filosofía: se trata
de la reimpresión de un texto de 1857, The philosophy of Chess, de William
Cluley, Kessinger Publishing, 2008 y el trabajo colectivo Philosophy looks at
Chess, publicado por New in Chess recientemente). Un ensayo tan ligero como
apasionado que señala algunos de los lugares donde el ajedrez ofrece más terreno
para la especulación.
Es cierto que los filósofos son de lo que no hay, pero tienen un cierto
olfato para detectar los problemas importantes, para acudir a los autores que
mejor pueden ilustrar cierto asunto (Maquiavelo o Sun tzu o el código guerrero
de los samurais), para relacionar temas en principio alejados conceptualmente
(comparando por ejemplo las reglas del método de Descartes con las instrucciones
de Alexander Kotov), para sugerir alguna idea brillante (como la consideración
dialógica de la partida de ajedrez). Todo ello lo hace de manera elegante René
Alladaye, aunque también es cierto que se echa de menos una cierta profundidad
(y sobra alguna pedantería, como cuando habla del teorema de Zermelo y Von
Neumann y lo data en 1912, cuando Von Neumann nace en 1903. Tendré que
preguntarle a mi amigo Pedro Reyes, pero creo que Alladaye confunde los trabajos
de axiomatización de la teoría de conjuntos en que ambos trabajaron con la
fundación de la teoría de juegos y el teorema del minimax de Von Neumann, véase
sobre este asunto Jesús Mosterín, Los Lógicos, Madrid, Edt. Espasa-Calpe, 2007,
pp. 237-282). Pero es que el libro ha sido deliberadamente concebido con una
cierta ligereza. Facilita, claro está, la lectura, pero a mí me da por rabiar
porque necesitaría un desarrollo más exhaustivo de esas cuestiones que hacen
tener al ajedrez un interés singular.
Lo que nuestro autor ha perseguido es algo un poco distinto: mostrar el
interés que un filósofo tiene por el ajedrez, lo que es diferente pues
necesariamente se incurre en un comprometido subjetivismo. Consciente de ello,
se afana por disminuirlo practicando una exquisita prudencia y una amorosa
admiración por los grandes jugadores (Fischer, Kasparov, incluso Karpov). Ahora
bien, una vez que la conjunción ajedrez y filosofía ha sido establecida, resta
explicar la naturaleza de esa misma conjunción para que no nos quede la
sensación de que es algo aleatorio. Esta tarea es sin embargo bastante más
ardua, aunque también bastante más interesante. Es una tarea que de hecho se le
escapa a los autores que encaran el problema, consiguiendo, en el mejor de los
casos, resultados o demasiado parciales o demasiado triviales. Pero, en fin, tal
vez haya necesidad de libros como éste (o como el de Diego Rasskin, Metáforas de
ajedrez, Madrid, La Casa del ajedrez, 2005), pues, a pesar de la insatisfacción
que uno experimenta al acabarlos, tal vez sean como preludios del asalto final,
algo así como trompetas de Jericó.
Francisco J. Fernández
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