Algo debe de tener el ajedrez para que una mediocre novela parezca buena y
hasta se convierta en un best seller. El prestigio indeleble del juego, la
fascinación por ese universo reducido de sesenta y cuatro casillas, hacen que
una vulgar trama se sostenga literariamente (bien es cierto que a duras penas) y
que las más de cuatrocientas páginas aparenten ser solamente trescientas largas.
Pues que se trata de una mala novela es preciso decirlo antes de nada. No
obstante, el autor (comparado pomposamente al más refinado Patrick Süskind en la
contraportada) ha hecho sus deberes: ha leído algunos libros para ambientar la
historia (finales del siglo XVIII), ha tenido en cuenta el afrancesamiento
general de la nobleza austrohúngara y ha colocado aquí y allá, a la búsqueda de
complicidades, ciertas referencias eruditas (sobre Descartes, sobre La Mettrie,
sobre el mito de Prometeo, alguna mención a Philidor) que los lectores más
cultos reconocerán y hasta agradecerán si su pedantería, como es habitual, es
mayor que su rigor literario. Como de ello es consciente el propio autor, de vez
en cuando introduce distorsiones temporales en el tiempo rectilíneo de la
historia para elevar sin conseguirlo el empaque estético de su narración.
Se fabula pues en torno a un acontecimiento histórico: los comienzos del
autómata jugador de ajedrez que durante ochenta años se paseó por medio mundo
(lo llegó a contemplar Edgar Allan Poe). Conocido por el Turco, su destreza a la
hora de jugar al ajedrez cautivó la atención general. El fraude cometido no fue
descubierto de primeras gracias a la habilidad de su constructor. Robert Löhr
imagina las vicisitudes por las que tuvo que pasar Kempelen (su inventor) para
que la trampa no fuera tal: esconder a un jugador dentro del ingenio y que
aquello pasara por un verdadero autómata. Como la cosa no le daba al escritor
para mucho más ha tenido que recurrir a algunos motivos folletinescos que le
permitieran hacer avanzar la trama. Un ejemplo: el enano contrahecho que se
esconde en el autómata se enamora de una prostituta espía de un rival celoso de
Kempelen, pero la prostituta tiene al final buen corazón, pues no en vano está
embarazada. Muere ella sin embargo y a su vástago se le pone el nombre del mejor
amigo del enano, asesinado por un húsar hermano de la amante suicida de
Kempelen.
Hay otra cosa curiosa y casi imprescindible para que una novela se sostenga:
nos referimos al momento de la anagnórisis (o reconocimiento). Situada al
principio y al final de una manera excesivamente mecánica, su espera se hace
insufrible y hasta llega uno a olvidarse de la misma: la unidad y sentido que
con ello se pretende alcanzar no es sino un procedimiento tramposo, como la
misma historia, de tal manera que la emotividad que por lo general se consigue
de esta manera se malogra irremediablemente. Cuando acaba de leerse la novela,
no le quedan ganas a uno ni de repasarse el gambito Allgaier.
Francisco J. Fernández
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