Conocía la obra de Sosonko, Siluetas del ajedrez ruso, por las referencias que hace de él Kasparov en Mis geniales predecesores. Sólo ahora me doy cuenta de lo mucho que le debe. Muchos de los más interesantes apuntes o anécdotas que relata éste son contribuciones de Sosonko. Pero no sólo eso, sino que también le debe en buena medida la interpretación misma que hace de los diferentes jugadores así como del ajedrez soviético en general.
El libro de Sosonko tiene su origen en una serie de semblanzas publicadas en
New in Chess. Es un libro de homenajes y por sus diferentes capítulos desfilan
campeones del mundo y entrenadores, judíos y letones, comunistas y
desencantados, dogmáticos y desequilibrados. En efecto, Sosonko realiza
semblanzas a Tal, Botvinnik, Polugaievsky, Geller, Olga Capablanca, Zak (primer
entrenador de Spasski), Semyon Furman, Alexander Koblenz, Alvis Vitolins,
Levenfish, pero necesariamente aparecen en los retratos una miríada de
personajes tan apasionantes como los seleccionados. No obstante, el libro es
también algo más. Sosonko emigró a Holanda en 1972, huyendo del clima asfixiante
de la extinta Unión Soviética. Tenía 29 años y había ejercido de entrenador de
Tal o Korchnoi. Fue una decisión difícil pues se trataba en principio de un
viaje sin retorno. Establecido en Holanda desde entonces ha ejercido su carrera
de ajedrecista defendiendo el pabellón de los tulipanes, así como entrenando a
diferentes promesas (como Piket). Pero es que el libro responde a un impulso más
íntimo. De hecho, sus páginas destilan cierta tristeza o, mejor, melancolía. Por
eso es también una especie de autobiografía o confesión (en terminología de
María Zambrano). Trata de explicar esa dificultad mayúscula en la que consistía
vivir en la Unión Soviética, en la que consistía sobrevivir en ese "desastre
oscuro" (que diría Alain Badiou) del socialismo real. Lo paradójico es que las
personalidades retratadas ofrecen un panorama tan variopinto que las tesis que
defiendan la absoluta cerrazón de la vida soviética se encontrarán en un serio
aprieto. Sosonko se da cuenta de ello y lo explica diciendo algo así como que en
el ajedrez se daban las condiciones para que los talentos y las energías se
derrocharan "en campos relativamente neutrales" (pág. 28). Esta explicación como
de psicología social no sé si satisfará a todo el mundo, pues viene a defender
que hubo una sublimación generalizada que tuvo en el ajedrez una feliz
concreción, una suerte de válvula de escape por la que optaron inconscientemente
decenas de miles de personas subyugadas. Claro está que lo que no se entiende a
continuación es por qué el Estado soviético, con Krilenko a la cabeza, apostara
tan fuertemente por esa misma válvula de escape.
Quizá llame la atención la presencia de tres entrenadores como Zak, Furman o
Koblenz (aunque también se menciona a Tolush o Bondarevski, entre otros). El de
mayor talento ajedrecístico fue seguramente Furman, pero sus respectivas
carreras tuvieron su apogeo en el momento en que se encontraron con sus
talentosos alumnos, Spasski, Karpov o Tal, respectivamente. Es posible que hasta
el concepto de alumno no les haga justicia, que su concepto responda más bien al
de discípulo, pues su relación no era estrictamente académica o deportiva. A
diferencia de Botvinnik, cuyos discípulos no podían sentirse superiores a él,
Spasski, Karpov o Tal eran objetivamente más fuertes que ellos. Las páginas
dedicadas a desentrañar esta extraña situación de sacrificio de las aspiraciones
propias están excelentemente escritas y son de lo mejor de este delicado
libro.
El propósito inicial de Sosonko era que ese tiempo pasado no se perdiera del
todo. Aunque la nostalgia sea un hablar inexacto, lo que aquí puede leerse tiene
siempre la cualidad de la vivencia, hasta el punto de que uno llega a lamentar
no haber compartido más allá de estas páginas lo que Sosonko nos
cuenta.
Francisco J. Fernández
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