John Watson, Los secretos de la estrategia moderna en ajedrez. Avances desde Nimzowitsch, trad. de J. S. Morgado y R. G. Alvarez, Gambit Publications, London, 2002, 304 pp.
Quizá sea por mi condición filosófica, pero no he podido dejar de pensar en
los antiguos sofistas griegos mientras leía el libro del MI John Watson. En
efecto, me refiero a aquellas tesis en torno a la imposibilidad de enseñar, de
comunicar los conocimientos, que un Gorgias, por ejemplo, mantenía. El libro de
este moderno sofista tiene la misma socarrona desfachatez que tenían los
sofistas antiguos, aquellos que santamente indignaban al gran Platón. Claro está
que de lo que aquí se está hablando es de ajedrez y no del Ser o la Naturaleza,
pero formalmente las discusiones no son tan diferentes.
De hecho, acometo la reseña de este libro con sentimientos encontrados. Desde luego, he disfrutado leyéndolo (y releyéndolo) y no puedo dejar de recomendarlo como lectura, pues en él se encuentran cuestiones teóricas que no es fácil ver por entre la literatura ajedrecística al uso. Además, la selección de partidas que nos presenta ofrece un panorama bastante completo de la complejidad del ajedrez moderno y los comentarios ajenos de que se ayuda a la hora de ilustrar sus tesis (Dvoretsky, Suba, etc.) son siempre muy significativos. Por último, cabe resaltar la paradójica voluntad antipedagógica del tratado, como insistiendo en que a fuerza de no querer enseñar nada tal vez sea posible aprender algo. O, mejor dicho, que su eventual enseñanza sea enseñanza negativa, es decir, que critica y destruye lo que se cree saber.
La tarea que se ha propuesto no puede dejar de parecernos simpática, pero el caso es que para que nos caiga del todo bien ha de ser corregida y perfilada en algunos puntos. He observado, efectivamente, algunas imprecisiones conceptuales, algunas contradicciones, algunas tergiversaciones (hacer decir a las cosas lo contrario de lo que dicen) y algunas, pura y llanamente, simples equivocaciones. No estoy seguro, sin embargo, de que la corrección de las mismas eliminara ese sentimiento ambivalente que el libro me inspira, pues es posible que todavía quedara en pie lo más importante del mismo.
La cosa va de lo siguiente. A partir de 1935 (muerte de Nimzowitsch) se puede decir que empieza el ajedrez moderno propiamente dicho. Watson reconoce que la fecha es un tanto arbitraria (todavía en ese año Lasker, de 67 años, juega en el II Torneo Internacional de Moscú, quedando a medio punto del vencedor sin perder una sola partida, y al año siguiente un Capablanca ilusionado, tras perder Alekhine con Euwe la corona de Campeón del Mundo, se impondría, con 47 años, en los torneos de Moscú y Nottingham), pero como punto de partida para su reflexión se puede admitir sin demasiados problemas. Más importancia tiene que desde 1935 para acá Watson no distinga ni etapas ni evolución ni nada en lo que él llama ajedrez moderno, aunque a veces da la impresión de distinguir dentro del mismo el que se juega desde hace unos 20 años, al que cabría llamar tal vez ajedrez contemporáneo. Sólo en una ocasión, salvo error por mi parte, comentando una posición entre Lilienthal y Ragozin (Moscú, 1935) a propósito del concepto de "profilaxis" hace referencia a "la primera parte de la era moderna" (p. 234), quedándose uno sin saber cuándo acaba esa primera parte y empieza la segunda o una eventual tercera. En su descargo tal vez pudiera aducirse que el asunto resultaba demasiado complicado y se hubiera tenido que salir de los límites del libro, pero el caso es que causa cierto estupor que lo "moderno" tenga un carácter tan difuso. De hecho, esta imprecisión hace que jugadores cronológicamente "modernos" sean ninguneados por Watson cuando descubre en ellos que no están a la presunta altura de los tiempos. A mi juicio, el caso más flagrante es el de Salo Flohr, cuando, recogiendo un comentario suyo sobre Bobby Fischer ("aún tan tarde como en 1972") y su favorita variante Najdorf del peón envenenado, Watson sentencia: "Notese que Flohr habla de "reglas" y "leyes", lo cual es precisamente la construcción que el jugador moderno desaprueba con mayor frecuencia" (p. 18). No he sido capaz de encontrar la cita original de Flohr pero creo que Watson oculta adrede que Fischer prefirió no insistir en tomar ese peón tras su derrota con esa misma variante en la undécima partida con Spasski de su match de 1972 (es sabido que a partir de entonces aparecieron en el llamado Match del Siglo esas Alekhines o esa Pirc que el americano no había jugado prácticamente nunca). Comentarios análogos o de parecida naturaleza se pueden encontrar sobre Fine e incluso Anand. El no obstante siempre alabado Tigran Petrosian hubiera puesto en serias dificultades a Watson si se hubiera querido fijar en algo que este dice: "confío en que el lector ha asimilado bien las leyes de la estrategia ajedrecística" (Petrosian, Ajedrez en la cumbre, trad. de M. Suárez Sedeño, Madrid, Ediciones Eseuve, 1993, p. 31) o esto otro: "he analizado las partidas del torneo de Viena, de 1898, y he llegado a la conclusión de que muchas cosas que se consideraban novedades ya se habían jugado hace setenta u ochenta años" (D. Bjelica, Reyes del Ajedrez, Tigran Petrosian, trad. de Z. Stamencic, Madrid, Zugarto ediciones, 1993, pp.175-176). Con estos testimonios en contra sólo quiero hacer ver que la cosa es más complicada de lo que quiere hacernos creer Watson y que los límites entre lo clásico y lo moderno son prácticamente indistinguibles. Dudo mucho de que alguien pueda diagnosticar con certeza qué hay de clásico o qué de moderno en el medio juego de una partida cuya autoría desconocemos. He hecho esta prueba varias veces entre jugadores fuertes (incluso reproduciéndola entera, lo que es una evidente ventaja para aquel que domine los entresijos de la teoría de aperturas) y el porcentaje de identificaciones correctas deja mucho que desear. Creo que se trata de una prueba al contrario de lo que viene a defender Watson; que es posible reconocer lo moderno. Pues no. No podemos y probablemente es una suerte que no podamos hacerlo, pues ello indicaría que la temporalidad y la historia repercuten en el ajedrez mucho menos de lo que algunos desearían. Por otra parte, no es extraño que así suceda si nos acordamos de la afirmación de Ferdinand de Saussure en torno a la perfecta metáfora que constituye el ajedrez para el funcionamiento de la lengua en general: dado que es un sistema cerrado no caben modificaciones esenciales. Las cuestiones de estilo, por ejemplo, son características discursivas, no lingüísticas. Dicho con un ejemplo: Quevedo o Góngora tenían estilos poéticos contrapuestos (conceptismo-culteranismo), pero hablaban la misma lengua. Hacer apología de un determinado estilo no es más que una opción, tan legítima como su contraria, pero no más evolucionada ni mejor.
De hecho, acometo la reseña de este libro con sentimientos encontrados. Desde luego, he disfrutado leyéndolo (y releyéndolo) y no puedo dejar de recomendarlo como lectura, pues en él se encuentran cuestiones teóricas que no es fácil ver por entre la literatura ajedrecística al uso. Además, la selección de partidas que nos presenta ofrece un panorama bastante completo de la complejidad del ajedrez moderno y los comentarios ajenos de que se ayuda a la hora de ilustrar sus tesis (Dvoretsky, Suba, etc.) son siempre muy significativos. Por último, cabe resaltar la paradójica voluntad antipedagógica del tratado, como insistiendo en que a fuerza de no querer enseñar nada tal vez sea posible aprender algo. O, mejor dicho, que su eventual enseñanza sea enseñanza negativa, es decir, que critica y destruye lo que se cree saber.
La tarea que se ha propuesto no puede dejar de parecernos simpática, pero el caso es que para que nos caiga del todo bien ha de ser corregida y perfilada en algunos puntos. He observado, efectivamente, algunas imprecisiones conceptuales, algunas contradicciones, algunas tergiversaciones (hacer decir a las cosas lo contrario de lo que dicen) y algunas, pura y llanamente, simples equivocaciones. No estoy seguro, sin embargo, de que la corrección de las mismas eliminara ese sentimiento ambivalente que el libro me inspira, pues es posible que todavía quedara en pie lo más importante del mismo.
La cosa va de lo siguiente. A partir de 1935 (muerte de Nimzowitsch) se puede decir que empieza el ajedrez moderno propiamente dicho. Watson reconoce que la fecha es un tanto arbitraria (todavía en ese año Lasker, de 67 años, juega en el II Torneo Internacional de Moscú, quedando a medio punto del vencedor sin perder una sola partida, y al año siguiente un Capablanca ilusionado, tras perder Alekhine con Euwe la corona de Campeón del Mundo, se impondría, con 47 años, en los torneos de Moscú y Nottingham), pero como punto de partida para su reflexión se puede admitir sin demasiados problemas. Más importancia tiene que desde 1935 para acá Watson no distinga ni etapas ni evolución ni nada en lo que él llama ajedrez moderno, aunque a veces da la impresión de distinguir dentro del mismo el que se juega desde hace unos 20 años, al que cabría llamar tal vez ajedrez contemporáneo. Sólo en una ocasión, salvo error por mi parte, comentando una posición entre Lilienthal y Ragozin (Moscú, 1935) a propósito del concepto de "profilaxis" hace referencia a "la primera parte de la era moderna" (p. 234), quedándose uno sin saber cuándo acaba esa primera parte y empieza la segunda o una eventual tercera. En su descargo tal vez pudiera aducirse que el asunto resultaba demasiado complicado y se hubiera tenido que salir de los límites del libro, pero el caso es que causa cierto estupor que lo "moderno" tenga un carácter tan difuso. De hecho, esta imprecisión hace que jugadores cronológicamente "modernos" sean ninguneados por Watson cuando descubre en ellos que no están a la presunta altura de los tiempos. A mi juicio, el caso más flagrante es el de Salo Flohr, cuando, recogiendo un comentario suyo sobre Bobby Fischer ("aún tan tarde como en 1972") y su favorita variante Najdorf del peón envenenado, Watson sentencia: "Notese que Flohr habla de "reglas" y "leyes", lo cual es precisamente la construcción que el jugador moderno desaprueba con mayor frecuencia" (p. 18). No he sido capaz de encontrar la cita original de Flohr pero creo que Watson oculta adrede que Fischer prefirió no insistir en tomar ese peón tras su derrota con esa misma variante en la undécima partida con Spasski de su match de 1972 (es sabido que a partir de entonces aparecieron en el llamado Match del Siglo esas Alekhines o esa Pirc que el americano no había jugado prácticamente nunca). Comentarios análogos o de parecida naturaleza se pueden encontrar sobre Fine e incluso Anand. El no obstante siempre alabado Tigran Petrosian hubiera puesto en serias dificultades a Watson si se hubiera querido fijar en algo que este dice: "confío en que el lector ha asimilado bien las leyes de la estrategia ajedrecística" (Petrosian, Ajedrez en la cumbre, trad. de M. Suárez Sedeño, Madrid, Ediciones Eseuve, 1993, p. 31) o esto otro: "he analizado las partidas del torneo de Viena, de 1898, y he llegado a la conclusión de que muchas cosas que se consideraban novedades ya se habían jugado hace setenta u ochenta años" (D. Bjelica, Reyes del Ajedrez, Tigran Petrosian, trad. de Z. Stamencic, Madrid, Zugarto ediciones, 1993, pp.175-176). Con estos testimonios en contra sólo quiero hacer ver que la cosa es más complicada de lo que quiere hacernos creer Watson y que los límites entre lo clásico y lo moderno son prácticamente indistinguibles. Dudo mucho de que alguien pueda diagnosticar con certeza qué hay de clásico o qué de moderno en el medio juego de una partida cuya autoría desconocemos. He hecho esta prueba varias veces entre jugadores fuertes (incluso reproduciéndola entera, lo que es una evidente ventaja para aquel que domine los entresijos de la teoría de aperturas) y el porcentaje de identificaciones correctas deja mucho que desear. Creo que se trata de una prueba al contrario de lo que viene a defender Watson; que es posible reconocer lo moderno. Pues no. No podemos y probablemente es una suerte que no podamos hacerlo, pues ello indicaría que la temporalidad y la historia repercuten en el ajedrez mucho menos de lo que algunos desearían. Por otra parte, no es extraño que así suceda si nos acordamos de la afirmación de Ferdinand de Saussure en torno a la perfecta metáfora que constituye el ajedrez para el funcionamiento de la lengua en general: dado que es un sistema cerrado no caben modificaciones esenciales. Las cuestiones de estilo, por ejemplo, son características discursivas, no lingüísticas. Dicho con un ejemplo: Quevedo o Góngora tenían estilos poéticos contrapuestos (conceptismo-culteranismo), pero hablaban la misma lengua. Hacer apología de un determinado estilo no es más que una opción, tan legítima como su contraria, pero no más evolucionada ni mejor.
Y, no obstante, se comprende este interés de Watson por reivindicar el
análisis concreto aplicado al ajedrez. Lo que no sé si sabe es que esta
perspectiva, típica de la Escuela Soviética, procede de una frase de Lenin, el
revolucionario bolchevique: "análisis concreto de una situación concreta". Y se
comprende que haya echado por la ventana las leyes de la estrategia con tal de
deshacerse de una serie de hueras recomendaciones que encontramos por doquier en
los manuales. Pero es que a veces, y cabe presumir que muy a su pesar, no tiene
más remedio que reconocer el descubrimiento de algunas de estas leyes, como
cuando comenta el tema de la pieza superflua de Dvoretsky o cuando recuerda lo
que decía Znosko-Borovski, es decir, cuando nos encontramos con ventaja material
bajo ninguna circunstancia debemos apartar a "deberes defensivos ninguna pieza
que ejerza presión sobre la posición enemiga) (p. 22). ¿Qué son sino leyes este
tipo de recomendaciones? Lo que hace falta es más formulaciones de este estilo,
no menos. Otra cosa es que, dada la heterogeneidad práctica entre lo táctico y
lo estratégico, uno no pueda ponerse a pensar en partida sobre piezas superfluas
o lo que decía Znosko-Borovski, pues casi con seguridad se dejará en el camino
la partida (por eso decía Kotov que había que emplear el tiempo del contrario en
consideraciones posicionales y el propio en el mero cálculo de variantes). Pero
resulta que eso es un problema psicológico, no ajedrecístico, es decir, que no
atañe a la teoría ajedrecística, que es después de todo de lo que se
trata.
Francisco J. Fernández
No hay comentarios:
Publicar un comentario